martes, 15 de diciembre de 2015

Don Francisco y las ánimas




Para los habitantes de Quintana Roo, uno de los estados de la República Mexicana, localizado hacia el Este de la Península de Yucatán, el día 31 de octubre, las almas de los muertos comienzan a llegar a la Tierra, para comer y beber la esencia de los alimentos que las familias preparan para ellos, y que se colocan en los altares de muertos.

Cuenta una leyenda que los perros son capaces de ver a las ánimas que llegan al altar. Cuando por la noche de tal día se escuchan ladrar los perros, es señal de que están viendo a las almas de los difuntos. Sucedió hace mucho tiempo que un señor de nombre Francisco Chan, preparó para el día de los muertos un bonito altar en el que colocó a la Santa Cruz vestida con un hermoso huipil bordado a punto de cruz; colocó el mantel blanco, jícaras con bebidas y lakes con la comida correspondiente. Su intención era poder ver a los muertos cuando llegaran. Para lograrlo estableció un ingenioso plan, que consistía en poner en un trozo de algodón las lágrimas de su adorado perro que se llamaba Boxní, para luego ponérselas en sus propios ojos y así adquirir la capacidad de los canes de ver a los muertos.


En la noche día 31 de octubre, que por cierto estaba muy oscura y silenciosa, todos en la casa de don Francisco estaban profundamente dormidos: sus hijos, sus nueras, sus nietos. Sigilosamente, el anciano señor fue hasta donde se encontraba Boxní, tomó el pedazo de algodón, frotó los ojos del animal e inmediatamente se lo llevó a sus ojos y los mojó con las lágrimas del perro. Esta acción la realizó varias veces, para estar seguro de que hiciese efecto; después, se fue a un rincón de la casa donde pensó que podría ver la llegada de los muertos a través de las paredes de bajareque. Sentado en el suelo esperó pacientemente. De pronto, en la noche oscurísima se vieron unos pequeños puntos luminosos que formaban una línea. Las luces, que asemejaban la flama de una candela, eran muchas y muy luminosas. De repente, se escuchó una voz que decía: ¡Diríjanse a sus casas, acudan a ver a sus familiares, disfruten de las comidas del altar, pero regresen mañana sin falta! Al ver lo acontecido don Francisco quedó paralizado, y un sudor frío le bajaba por la frente y espalda. Vio que un ser del otro mundo se acercaba a su casa, vestido con una larga túnica y sosteniendo un cirio encendido. Cuando llegó junto a una batea, dijo: ¡Voy a lavar mi ropa con el agua de la batea! Se quitó la mortaja y dejó el cirio a un lado. El alma visitadora lavó su blanca ropa y la tendió en el mecate. Todo lo observaba Francisco muerto de miedo. La vela cobró vida y se dirigió hacia la choza; se escucharon unas leves pisadas que se dirigían hacia la ofrenda. Se escuchó la voz de una mujer que decía: ¡Voy a beber este sabroso chocolate y a comer del buen pan que veo! Don Francisco escuchó como el alma bebía y comía. El cirio se apagó, y el hombre, muerto de miedo, escuchó la voz de su esposa fallecida que le decía: ¡Esposo mío, vine a verte para que tu deseo de ver a las ánimas se cumpliera! Y se vio una cabeza descarnada y espantosa. Francisco, completamente aterrado no pudo resistir más y se desmayó al momento que escuchó una voz que decía: ¡Para pagar tu pecado, te espero en el Purgatorio!

Al siguiente día, los familiares encontraron al anciano trabado y con mucha fiebre, y sobre la mesa del altar encontraron un fémur humano. En la puerta del jacal había la huella de una mano impresa en color rojo. Don francisco quedó mudo a pesar de los esfuerzos por curarlo del chamán y de la hierbera que llamaron para que lo atendiera. A los ocho días, cuando debía celebrase la ceremonia del bix, el hombre falleció. Caro pagó don Francisco su malsana curiosidad.

Sonia Iglesias y Cabrera

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