Santa
Cruz de Rosales, una cabecera municipal del estado de Chihuahua, se considera
muy fecunda en tradición oral. Una de sus leyendas cuenta que por el año de
1811 había en Rosales un cura muy apreciado y querido por sus parroquianos. Un
cierto día, para desgracia suya, reprendió a uno de los importantes señores de
la ciudad de tener relaciones con una jovencita siendo casado. Don Tomás, que
así se llamaba el hombre, se molestó bastante con las amonestaciones del
sacerdote y, en venganza, lo acusó de conspirar contra las autoridades.
Enviaron a un investigador llamado Francisco de la Cerna para que averiguara
qué tanto había de cierto en tales acusaciones. El cura para que el
investigador se cerciorase de que no existía ninguna conspiración, organizó una
tertulia en su casa de la parroquia. En la fiestecita se bebió mucho hasta las
tres de la mañana, y como de la Cerna había tomado bastante y ya era muy noche,
el religioso le invitó a quedarse a dormir en su casa.
Al
día siguiente, cuando el clérigo acudió a despertar a don Francisco, le
encontró muerto en la cama. Había fallecido durmiendo. Los habitantes de Rosales,
que tanto habían dicho quererle, acusaron al pobre cura de haber asesinado al
investigador y prestos le enviaron una carta acusatoria al gobernador. Cuando
la policía lo apresó, el cura enojado y decepcionado, dijo: ¡Los maldigo a
todos, son un puñado de fieles desagradecidos, que Dios los condene al fuego
eterno!
Tiempo
después el sacerdote pudo probar su inocencia. Las autoridades clericales
decidieron enviarlo a un mineral para predicar. El día de su partida, la
iglesia se quemó durante la misa que oficiaba el nuevo servidor de Dios. Todos
murieron, y así se cumplió la maldición del injustamente acusado padre de
Rosales.
Sonia
Iglesias y Cabrera
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