Cuenta
una leyenda totonaca de Veracruz, que hace muchos años vivía en el Totonacapan,
alrededor de la hermosa pirámide de El Tajín y cerca de la ciudad de Papantla,
una anciana llamada Flor de Vainilla. La mujer habitaba junto con su hija, una
bella joven morena, y con su yerno, que trabajaba como campesino y cultivaba su
milpa que quedaba cerca de su jacal.
Vivían
en completa armonía, pues los tres eran muy respetuosos y se querían. La joven
era artesana y se dedicaba a hacer cazuelas y jarros de barro, que iba a vender
al tianguis que estaba cerca de la gran ciudad de Tajín. Como su hija y su
yerno trabajaban, la anciana Flor de Vainilla era la encargada de hacer las
tortilla y de preparar los frijoles; alimentos que constituían la base de su
dieta diaria, aun cuando agregaban vegetales variados y sabrosas frutas de la
región.
Como
la anciana quería mucho a su yerno, trataba de que la comida saliese lo mejor
posible. Así, cuando preparaba los diarios frijoles en la olla grande que usaba
para tal menester, los salaba con el
sudor de sus axilas. Con el sudor, adquirían el sabroso sabor que encantaba
tanto a la hija como al yerno. La hija al saborear tan deliciosos frijoles, le
preguntaba a su madre cuál era su secreto, y le pedía que le diese la receta
para poder hacer también ella tan deliciosos frijolitos. Pero la anciana siempre
se negaba, alegando que sólo se debía a la buena sazón de su mano.
Pasó
el tiempo, y la hija seguía intrigada. Cierto día, decidió espiar a su madre
para conocer el famoso secreto. En lugar de acudir a su taller de cerámica, que
estaba en la misma casa, pero un poco alejado de la cocina, se escondió en el
patio y cuando la vieja empezó a guisar los frijoles, la muchacha se asomó a
una ventanuca y la vio quitándose el sudor de las axilas y arrojándolo a la
olla de los frijoles. La hija, al verlo, dio un grito de asco, y la anciana al
verse sorprendida se sonrojó de pura vergüenza.
Fue
tanto su bochorno que Flor de Vainilla se salió de su casa, caminó un largo
camino hasta el mar y se arrojó en él sudando. A ello se debe que desde
entonces la mar sea salada.
Sonia
Iglesias y Cabrera
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