En
la época de la Colonia vivía un matrimonio en una casa situada en la hoy Plaza Aquiles
Serdán de la Ciudad de México. Ella se llamaba doña Mariana de Pedroza y él don
Genaro García de Villanueva. Como sus familias los habían casado siendo muy
jovencitos, Genaro no amaba a su esposa, pero ella sí le amaba. Todos los días
la condesita le pedía a la Virgen que su esposo la quisiera y nunca la
abandonara. Y todos los días el conde visitaba a su amante, Juana de Armendáriz,
y la dejaba hasta el amanecer. La esposa siempre le esperaba despierta, y cada
día sentía más celos y odio por la mujer.
Un
día, desesperada, doña Mariana acudió a la casa de su rival. Cuando estuvo
frente a ella, ambas mujeres empezaron a discutir y a insultarse. Mariana,
cegada por los celos, sacó un puñal y apuñaló a la amante, pero el puñal topó
con una medalla que llevaba la joven y se salvó. Entonces Juana, dio rienda suelta a
su lengua y le dijo a la condesa que era una patética vieja decrépita. Ante los
insultos, María tomó una espada de la pared y atacó a su rival desprendiéndole
la cabeza de un certero tajo. Al ver lo
que había hecho, loca de temor envolvió la cabeza y se la llevó a su casa de
campo en las afueras de la ciudad, ordenándoles a los criados que dijesen que
había llegado la tarde anterior.
Al
descubrirse el cuerpo de Juana, el Santo Oficio ordenó una inmediata
investigación en la casa de la condesa por considerarla sospechosa. Su esposo
también la acusaba de ser la asesina. Pero ante la caradura con que negaba su
culpabilidad, la dejaron en paz. Mariana se fue a la casa de campo en carreta y
por la noche. Apenas acababa de dejar la Traza, cuando se le apareció el cuerpo
sin cabeza de Juana, pero fustigando a los caballos, logró huir de la
aparición. Cada noche Juana iba a rogarle a Mariana que le devolviera su
cabeza, pero ésta no la encontraba, se había olvidado en donde había quedado.
Mientras tanto, Genaro se había dedicado por completo a la bebida, y murió de
tristeza.
Muerta
de dolor por la muerte de su esposo, Mariana decidió meterse al Convento de las
Carmelitas Descalzas, pidiéndole a Dios en sus oraciones que la ayudara a
encontrar la cabeza de la difunta Juana, porque su espectro no dejaba de
seguirla aun en el convento. Una cierta noche, la condesa fue presa del delirio
y salió a la calle repitiendo sin cesar: -Ya sé dónde está, ya la veo, al fin
sé dónde está! Se dirigió a un lote baldío y con sus manos desenterró la cabeza
de Juana y regresó al convento llevando la cabeza colgando de una mano. Todas
las monjas la vieron y se asustaron tremendamente.
Un
fraile fue el encargado de enterrar la cabeza en la misma sepultura donde yacía
el cuerpo. Y desde entonces el fantasma de doña Juana nunca volvió a aparecerse
ni por el convento ni por las calles de la ciudad reclamando su cabeza. Doña
Mariana fue despojada de sus hábitos, le colocaron un rústico sayal y fue
condenada a permanecer hasta el final de sus días encerrada en una celda, como
castigo a su espantoso crimen.
Sonia
Iglesias y Cabrera